La Abuela Frasquita
Frasquita Alcoba tenía un genio inaguantable. La mayoría del tiempo daba la sensación de estar enfadada y en cierto modo siempre pensé que así era. Excepto en la cocina. Siempre cocinaba con cuidado, con calma, tranquila, riñendo eso sí, pero sin estridencias. Ay de aquel que se le pusiera por delante cuando tenía los cables cruzados… La cocina era prácticamente el único lugar de la casa donde era feliz y a ello se dedicaba durante largas horas del día.
No se levantaba ni temprano ni tarde. Hacía su cama y ordenaba su habitación antes de bajar a asearse. Cada día al terminar de lavarse se embadurnaba con Nenuco todo el cuerpo. A mí la colonia Nenuco no me huele a bebé, me huele a mi abuela. Usaba medias negras de liga, ya fuese verano o invierno. Negro riguroso de luto por su marido y por los hijos que perdió. Le llegaba el pelo por la cintura y se hacía una trenza infinita que enrollaba en un moño a base de horquillas e inmediatamente después, se plantaba el delantal.
Su desayuno, siempre: una tostada bien dorada, de pan de bollo, con aceite y un chorrito de mistela que se echaba a escondidas. Recogía y se ponía a preparar el almuerzo. Tenía más de 80 años bien arrugados, de los curtidos al sol cogiendo el algodón de la campiña sevillana, pero le daba igual. Decía a menudo que si ella no lo hacía no lo haría nadie. Y se ponía a cocinar. Filetes de ternera marinados con limón, al ajillo. Lentejas con chorizo. Garbanzos con majao. Arroz con leche. Albóndigas en salsa. Sopa de tomate. Pescaíto frito. Guiso de papas con huevo cuajao. Alcauciles rellenos. Puchero con pringá.
Tuve la suerte de conocerla a tiempo para que me mostrara cómo cocinaba. Ella nunca me vio cocinar. Nunca me enseñó, según ella yo tenía que estudiar. Nunca cociné para ella. No nos llevábamos bien y ahora… está presente en mi eterno moño, en mi gusto por las medias y vestir de negro. Y como no podía ser de otra manera, en todos mis platos. Los platos de la abuela.
Desde que se fue, esas recetas ahora son los filetes de la abuela, las lentejas de la abuela, las papas de la abuela, el arroz con leche de la abuela… De la Abuela Frasquita.
La Abuela Catalina
Catalina Alfonso parecía que había nacido con un manojo de bolsas de plástico verdes en cada mano cuando venía a mi casa. Siempre se bajaba del Seat 850 amarillito con ganas de ver a sus 11 nietos y prepararles la comida. Javier, Juan Manuel, Jose Ramón, Yolanda, Juan Francisco, Lucía, Ana Catalina, Manuel, Juan, Roberto Carlos y yo, Perico.
Los once nietos hemos crecido yendo a la azotea a buscar al abuelo Juan, que siempre estaba con algún bicho entre manos para que mi abuela lo cocinara. Conejo con arroz. Pollo en salsa. Y los fines de semana en el campo de mi padre se pasaba horas removiendo las migas que luego comíamos con sardinas asadas, tocino entreverao o con naranjas, como se las comía ella. Las torrijas de vino. Los pestiños. La poleá. Caracoles y cabrillas. Y el menudo. El menudo de la abuela.
La comida de pobre nunca faltó y ella se encargaba de hacer que cada plato que nos servía fuese un manjar. Nunca nos preguntamos si había cosas mejores en otras mesas, porque eso era imposible. Siempre había sardinas, higaditos, criadillas. La casquería que tantas casas ha alimentado nunca faltó en la mesa, por eso ahora tampoco falta en la mía.
Se fue poco después de irse mi abuelo Juan. Y siempre echaré de menos su manera de llamarnos a todos por nuestro nombre completo. Yo, músico de profesión, siempre he amado la cocina y ella, en su infinita sabiduría me regaló su libro de cocina de cabecera, de hojas amarillas, gastadas y con alguna mancha. Y ese libro, después de recorrer miles de kilómetros para llegar aquí conmigo, es el libro de cocina del que saco todas las recetas de la abuela. De la Abuela Catalina.